La amistad solo puede nacer de la virtud.

Platón, en el diálogo de Lisis

 

Vivíamos en la misma calle y no lo sabíamos. Yo pasaba diariamente por su puerta rumbo al paradero y siempre me preguntaba quién sería ese muchacho flaco y de ojos azules que regaba aquel jardín. Con los días el cosmos encontró una nueva ordenación, y los acontecimientos se confabularon. La azarosa sincronicidad de los hechos de la que hablaba Karl Jung. Lo cierto es que revisando papeles en mi oficina me encontré un boletín, con noticias y artículos sobre el panorama de los barrios de Lima. Había entrevistas, comunicados, fotos, y una suerte de columna de opinión. La hojeé. Era austera, pero se dejaba leer, cosa rara en las publicaciones de este tipo. La dirigía un personaje con nombre sugerente. ¿Quién es Paul Maquet? pregunté al aire en la oficina. Es tu vecino, me respondió el jefe del proyecto. Vive en tu misma calle, y está casado con una de las numerosas hermanas Valdeavellano, que valgan verdades yo solo conocía de vista. Até cabos.  

La siguiente vez que pasé delante de su casa y lo vi regando los geranios le metí letra. Hola ¿cómo estás? ¿Tú eres el director de esa pequeña revista que se llama Cuadernos Urbanos? Paul me miro con cara afable y respondió con una leve afirmación. Es un intento modesto pero necesario, apuntó. ¿Y no te gustaría juntar esfuerzos? Yo también trabajo en una oficina que asesora pueblos jóvenes y me encanta jugar a la imprentita, añadí con picardía. Encantado, qué más quisiera que hacerla con alguien, dijo con cierto desprendimiento. Algo me sorprendió. Creo que ni siquiera preguntó quién era yo aquella soleada mañana de primavera. Un niño acelerado y rubicundo salió velozmente por la puerta falsa llamando a su padre en su media lengua. Paul se rio, es mi hijo, señaló. Qué casualidad, yo tengo una hija casi de la misma edad y vivo a media cuadra.

El parque que estaba al frente a la casa de Paul sirvió desde entonces para nuestros encuentros mientras nuestros niños correteaban. He hablado con el responsable de mi oficina y dice que no tendrían inconveniente en apoyar el proyecto editorial. El hijo de Paul se subió a un arbusto y amenazaba con lanzarse al vacío. Pueden aportar mil dólares para el próximo número, añadí. Finalmente, Paul acudió en su auxilio. Genial, reunámonos la próxima semana en mi casa, dijo mi nuevo amigo.

El día convenido al atardecer toqué el timbre de la casa. La atenta suegra de Paul salió y me indicó que él vivía en la puerta al lado del garage. Es un departamentito aparte en el segundo piso, aclaró doña Maricucha. Me disponía a timbrar de nuevo, pero al instante salió Paul perseguido por su hijo envuelto en una improvisada capa de superhéroe. Estaba esperándote, dijo con laconismo, mientras subíamos una larga escalera que conducía a una gran habitación. Lo primero que vi fue un balcón frente al arbolado parque. Luego observé con más detenimiento y reparé en el austero mobiliario: un rústico juego de sala de madera basta y esterilla, con algunos almohadones y tapices andinos. En una esquina divisé una mesa redonda de mercado, iluminada con una lámpara de paja. Allí nos sentamos. ¿Un café? En ese momento Rocío salió por una mampara, me saludó y discretamente se retiró a la parte intima de la casa pues el niño debía comer. Después me enteré que detrás de esa puerta vidriada se ocultaba un estudio lleno de libros y una pequeña cocina.

Aquella noche hablamos de muchas cosas. Le sugerí ampliar el formato de la revista, y el aceptó en el acto. Tendría el doble de pliegos. También mencionamos el nombre de algunos personajes a quienes nos gustaría entrevistar. La reunión parecía concluir cuando Paul como quien hiciera una travesura sacó un ron cartavio, hielos y unos vasos. En aquellos tiempos éramos guerreros. ¿Y tú qué has hecho por la vida? me interrogó Paul de sopetón. Nada, hermano, soy un fracasado, dije con arrojo e ironía. Yo tampoco, replicó Paul soltando una sonrisa maliciosa. Pero solo tengo treinta años, agregué. Yo también. Ambos habíamos nacido en 1953.

La lengua se le destrabó a Paul con el segundo ron: Estudié en el Franco- peruano y después ingresé a letras de la Católica. Al segundo año todo se complicó. Mi padre se murió repentinamente de un infarto y la empresa de importaciones de la que vivíamos se cerró porque nadie sabía cómo manejarla. Mi padre también tenía un puesto en la embajada francesa y cuando falleció se apiadaron de mí y accedí a un pequeño cargo administrativo que me condenaba al aburrimiento de por vida. Por entonces mi hermano menor se fue a Francia a buscarse la vida, y con mi madre y mi hermana terminamos en un angosto departamento del jirón Moquegua. Estudiar en la universidad se convirtió en un espejismo. Sin embargo, fui ganado por algunas ideas y con un grupo de amigos fundamos un grupo juvenil de teatro en El Agustino, llamado Javier Heraud. Allí conocí el mundo de los barrios, los empinados cerros llenos de migrantes, una inmensa miseria, y como es lógico suponer terminé metido en una de los tantos fragmentos de la izquierda. Había que organizar, unificar sus luchas, hacer que “las masas” participaran en la revolución, y tampoco olvidar el legado de Luis de la Puente Uceda, y todo el rollo que tú ya conoces. Sigue, está interesante. Éramos una partecita insignificante nomás cuando los paros nacionales levantaron a la gente. Así es la historia, a veces te ves arrastrada por ella. Uno hacía su trabajo de hormiguita en El Agustino y de repente cientos de pueblos jóvenes se levantaron al unísono. Todavía me emocionó de recordar esos hechos. Habíamos tenido eco y en verdad alucinábamos que estábamos a las puertas del poder. Pero vino la división de 1980 y todo volvió casi a fojas cero.

En esos afanes conocí a Rocío y nos casamos al poco tiempo, un 20 de marzo lo tengo bien grabado. Hay que pensar en otra cosa, dijo ella una mañana al levantarse viendo crecer su barriga. En un instituto, insistió. No podemos estar viviendo en medio de los vaivenes de la política. Los pobladores se merecen algo más profesional y que colme sus demandas, quieren cosas concretas, tangibles, saneamiento, planos, asesoría. Perfecto. No puedo quejarme, Rocío puso todo el punche para que el instituto saliera adelante y logró integrar a abogados, arquitectos, y dirigentes. Una trome resultó ser, dice con el rabillo del ojo azul resplandeciente.

Los rones ya nos habían conducido al territorio de las sinceridades. ¿Y qué quieres hacer tú en la vida? Antes te hubiera dicho que político, pero hoy quiero volver a estudiar, leer, investigar. Me gusta la Historia ¿sabes? El único problema es que ni siquiera terminé Letras. ¿Y eso qué importa? Hay muchos intelectuales que han sido autodidactas. Mariátegui no pasó de unos cursos libres en San Marcos, Emilio Choy fue un gran historiador y bodeguero. María Rostworowski tampoco estudio formalmente porque tenía un marido celoso. Paul se cagó de la risa. ¿Y tú? me preguntó ya con el ánimo inquieto por los rones. Terminé la carrera, pero nunca me gradué porque siempre pensé que no necesitaba un cartón, dije en voz baja como si revelara un secreto mortal. Pero mientras tanto me gusta hacer revistas porque puedes ejercitar la escritura, añadí. Te creo, cantó Paul con el trago del estribo tintineando entre los dedos. Me voy, dije incorporándome, y bajé las escaleras con paso zigzagueante.   

dos

Parecíamos dos chicos jugando a la imprentita y cada número era una locura. Paul me pasaba sus textos para criticarlos, y yo hacía lo propio, aunque muchas veces escribíamos al alimón. Uno tecleaba en la Olympia y ambos metíamos la cuchara. Por lo demás no teníamos el menor empacho en corregirnos, dejando los papeles bañados por sucesivas capas de liquid paper. Bueno, ya tenemos una masa crítica suficiente de textos y podemos enviarlos a la imprenta.

En el camino de hacer la revista Paul y yo nos volvimos amigos, nuestros hijos se hicieron compañeros de juegos, y hasta nuestras mujeres congeniaron. Cada fiesta infantil nos congregaba, y así pude “reconocer” la casa. En verdad yo había conocido aquella residencia de niño. La dueña anterior era amiga de mi madre y tenía un salón literario llamado Los amigos del arte, allá por los sesenta. Pero ahora en el fondo de jardín se levantaba la pequeña fábrica de trajes de doña Maricucha y ya no estaba el salón chino de dudoso gusto. Su lugar era ocupado por una austera salita que albergaba los cientos de discos de don Fausto, el papa de Rocío, que alumbraba su vejez con música clásica.

Después me enteré que doña Maricucha había sido una verdadera precursora de la moda peruana, con una tienda de ropa inspirada en motivos andinos. Era menuda, ágil, y muy religiosa. Iba a misa a las seis de la mañana con paso ligero donde las monjas de Centenario y luego discurría su día entre tejidos, costureras y remalladoras. Al anochecer visitaba a su nieto para conversar con él y allí me la encontraba. Paul la quería mucho. Es una gran mujer, comentaba. Y sin duda era cierto. De allí seguramente Rocío extrajo su extraña fortaleza y rectitud.

Curiosamente la relación de Paul con su madre era más distante, aunque siempre buscaba protegerla. Un día lo acompañé a darle un encargo a su vieja que vivía en una casa Bauhaus en el malecón Armendáriz y a la salida me comentó: Siempre será una niña. ¿Por qué? Quizás se casó muy joven con un hombre extranjero bastante mayor que ella. ¿Sabes, Rodrigo? Mi padre tuvo muchas vidas antes de aparecer por el Callao. No sé mucho de él. Lo perdí a los diecisiete y nunca hablé de su pasado. Jugábamos mucho, pero conversábamos poco. ¿Y cómo llegó a tu familia esa casa estilo buque? Es una historia larga. Mi hermana recibió una herencia de su padrino y recién he descubierto que el arquitecto fue Luis Dorich, el padre del urbanismo peruano. Sería una pena que la tiraran abajo...

Un día le dejé bajo la puerta un relato que acababa de escribir y que se me ocurrió durante un sueño. El extirpador de idolatrías se llamaba y era una historia sobre Francisco de Ávila, el cruel doctrinero de las serranías limeñas. Me ha encantado, me dijo. Sigue escribiendo, pero creo que nunca vas a superar estas pequeñas cuatro hojas. A tu salud, dijo trayendo una botella de wiski y destapándola con su sonrisa más placentera. Por tu cuento. Un gusto una vez al año, no hace daño, dijo para justificarse ante Rocío. Curiosamente ese relato se perdió, traspapelado entre mis rumas de papel y las de Paul. Lo buscamos afanosamente, aunque todo fue infructuoso. Quise volver a escribirlo, pero me salió una cosa totalmente distinta. Mejor, pensé, ya no tendré que poner la valla tan alta en mis próximos cuentos.

Yo no era el único amigo de Paul. Él seguía frecuentando a sus antiguos compañeros de célula con los cuales se reunía para hablar de política. Diseñaban tácticas y buscaban atajos para una ilusa toma del poder. Pero en verdad Paul había perdido toda ambición política. Las luchas intestinas lo estresaban, el poder no lo seducía. Le gustaban los libros, las estadísticas, investigar, imaginar en sus noches de insomnio ciudades amigables con el planeta, y también, cómo no cultivar antiguas fraternidades. Allí estaban Carlos Corzo, Marco, Roger, Gálvez, para atestiguarlo. Con ellos era otro, abandonaba la parquedad y cierta timidez, y defendía sus argumentos sacando a relucir toda su esgrima dialéctica. 

Un día llegamos a su casa y noté a Paul medio bajoneado. ¿Qué te pasa, hombre? La institución se ha vuelto ingobernable, ya estoy harto, hasta aquí nomás, exclamó Paul mientras Rocío se disponía a poner la mesa para un café con bizcochos. O ellos o nosotros. De un tiempo a esta parte, Paul anda intranquilo y malhumorado, cosa rara en él, explicó Rocío. O ellos o nosotros, reiteró Paul lanzando su gastado maletín sobre el mueble de la sala tras una reunión del comité directivo. Calma, flaco, pidió Rocío Qué bueno que estés aquí, Rodrigo, añadió casi con ternura, para que el flaco no tomé las contradicciones que hay en todo grupo humano como una guerra total. María Antonieta y su pandilla me boicotean todo, insistió Paul. La eterna lucha de los egos, la política de bandos, el combate fratricida entre Caín y Abel, replicó Rocío. Bótenlos dije como buen provocador que soy. No se puede dijo Rocío, las formas son tan importantes como el fondo. La verdad es que la otra facción nunca me quiso demasiado porque yo era el amigo de Paul, del director, y por eso me miraban con sospecha. En verdad, no tengo por qué guardarles consideración, objeté. Rodrigo tiene razón, dijo Paul. Yo seré buena gente, pero no cojudo, añadió con los pelos revueltos y colgando su eterno saco gris en el respaldar de la silla. Rodrigo es un bárbaro, apostilló Rocío con una leve sonrisa burlona...

La conversación se animó con el café negro de rigor. ¿O sea que hay que pensar todo de nuevo? Todo, ya las viejas herramientas no sirven. La política y la economía sin la esfera de la cultura, las ideas y las subjetividades solo generan dictaduras de acero. Sí pues, los muros no duran mucho tiempo si las convicciones de tu gente se parecen a las de tu enemigo, sintetizó Rocío.

La vez siguiente que fui a trabajar, Rocío salió de su dormitorio y encaró a su marido: Ya te he sacado cita, Paul. Figúrate Rodrigo, el flaco está con fiebres recurrentes, y dolores de cabeza desde que tuvo una gripe, y no quiere ir al médico. Es puro estrés, se justificó Paul, nada grave. Sin embargo, la palidez lo delataba. Te llevaré, aunque sea a rastras, reiteró Rocío con autoridad. Paul bajó la cabeza y las cinco de la tarde me despidió pues tenía que alistarse para la cita médica. En estos asuntos hay que hacerle caso a las mujeres, dijo con filosofía.

Al día siguiente pasé por su casa para dejarle unos papeles: ¿Y qué te ha dicho el médico? Estoy jodido hermano, tengo una grave infección al hueso mastoideo. En ese momento escuché a Rocío que desde la mampara le increpaba: Debes recostarte, el médico te ha pedido reposo absoluto, y encima pretendes ir a la oficina. Estás loco, flaco. Sí Paul, tienes que dar un dar un combate furibundo contra las bacterias. ¿Las del instituto? interrumpió Paul con sorna. Yo iba a desternillarme de la risa, pero el ambiente no estaba para burlas. No, hablo de los microbios que han causado tu enfermedad, dijo Rocío conteniendo su molestia.

Paul cada día enflaquecía más, huía del dolor y los doctores no parecían acertar con el tratamiento. Pálido y febril iba al instituto e incluso me llamaba para avanzar la revista. Estoy en mi casa y Rocío no estará, vente. Yo acudía casi subrepticiamente y escribíamos textos o me presentaba artículos que había redactado robándole horas a la noche. Pero un buen día se levantó de la pequeña mesa del comedor, sudoroso y delirando por la fiebre: No puedo más, confesó con expresión angustiada. Perdona, pero me voy a echar a la cama. Anda, anda nomás, dije con tristeza. Mejórate. En la puerta me encontré con Rocío que llegaba. Está muy mal, me confirmó, habrá que operarlo.

tres

Los días pasaron lentamente y la recuperación nunca llegó. pero Paul seguía trabajando desde su casa y leía con ahínco: Madame Bovary, Redoble por Rancas, Los ríos profundos. Cuanto libro caía en sus manos se lo devoraba, como si no quisiera dejar este mundo sin el placer de haber leído los grandes libros que en el mundo han sido. También se había conseguido una computadora que ubicó en la zona prohibida de la casa, y desde entonces pude trasponer la mampara y sentarme en una mecedora mientras lo veía digitando diestramente. Me la acabo de comprar con una plata que me cayó del cielo, pero Rocío aún no sabe de mis malversaciones. Mira, es fácil, machucas alt F4 y pones la función bloque activado. Así puedes volar párrafos o cambiarlos de sitio. Pero lo mejor es que también tengo internet, aunque debo enchufarlo clandestinamente porque dejo sin teléfono a Maricucha y la cuenta sube un montón. ¿Sabes? Le he agarrado el gusto a escribir en la computadora, pero lo mío no es la ficción. Prefiero lo ensayístico. Y también he cogido el vicio de jugar ajedrez con la máquina hasta el amanecer. Rocío me va a matar si se entera que cuando se va al instituto, yo sigo durmiendo por el madrugón, escudándome en mi enfermedad. A propósito, me operan el lunes otra vez en la Clínica Internacional… 

¿Puedo visitarte? Claro. Lo encontré en su cama con un gran parche en el oído, una pila de libros sobre la mesita de noche y muy risueño. Le han raspado el hueso, explicó Rocío. La intervención duró cuatro horas que no he vivido, añadió Paul. El triple concierto de Beethoven para piano, violín y cello se elevaba desde la casetera e inundaba toda la casa. Salir de la anestesia general ha sido como regresar de la muerte, me confesó. Esta pieza le encantaba a mi padre, apuntó Rocío. Esos primeros momentos donde se vuelve a prender la luz de tu cerebro y todavía no sabes en qué mundo estás ni quién eres, están envueltos en el más absoluto misterio. Gracias Don Fausto, por llenar de música celestial el vecindario. Bueno, ahora ya está mucho mejor y hasta le han suspendido los antibióticos. Es como una resurrección, sentenció Paul abriendo de par en par sus insondables ojos azules, que Rocío porfiaba que eran verdes.

Luego se levantó de la cama despaciosamente y se sentó en la computadora. Ya tengo correo electrónico, me dijo mientras proseguía obstinadamente una partida de ajedrez contra la máquina. ¡Jaque mate! cantó a viva voz y sorpresivamente. Primera vez que logro vencerle al programa, dijo con una expresión de contento que le llegaba a las orejas. Le has ganado la partida a la muerte, ironicé. Sí, es verdad, estoy bastante mejor, pero son tiempos difíciles. Te cuento algo, pero no quiero que le digas nada a Rocío. Ella no quiere que se sepa: Sendero Luminoso ha amenazado a nuestros promotores en San Juan de Lurigancho. No es para bromear.

¿Ý si pasamos a otra etapa de la revista? dijo Paul entusiasmado con la idea de dar un salto copernicano tras la exitosa operación. Sí, quiero algo más profundo, que revise las coordenadas de nuestro tiempo. La ciudad no sólo es un espacio físico, sino un lugar de intercambios y producciones culturales. Ciudad es cultura. Sí algo así como Ciudad y Cultura. Me gusta, ese es el título, indiqué yo. Busquemos plata. Paul como siempre era un mago de las finanzas informales y yo le pedí un dinerillo a un inglés que trabajaba en una red de desastres naturales. ¿Cambiamos todo? Todo: desde el diseño, otros autores, cuentos, crónicas, pensamiento heterodoxo y creativo. Si los paradigmas son un fiasco ¿dónde están los nuevos que no lo son? ¡Salud! Hasta la misma presentación que sea una performance, una intervención, un happening y no el acto protocolar y consabido. Perfecto. La disrupción de lo nuevo. La historia pariendo una nueva época. Qué bonito sería, dijo Paul con cierto candor en la mirada.

Estábamos en el instituto discutiendo el nuevo proyecto de revista cuando la radio dio la infausta noticia. Paul, acaban de asesinar a María Elena Moyano en Villa El Salvador, gritó Betty desde el primer piso. Paul bajo corriendo las escaleras y se acercó al pequeño receptor. La han matado, qué salvajes. Pucha, María Elena se había convertido en una piedra en el zapato de los senderistas. Al poco rato Paul nos congregó a todos en el salón de reuniones. Tenemos que hacer acto de presencia para expresar nuestra solidaridad, dijo compungido. Que Sendero sepa que no nos van a someter por el miedo. Vamos, le dijo al chofer del instituto, saca la pickup. Yo también voy dijo Betty cerrando la puerta principal. Bajo un inclemente sol de febrero subimos al carro, algunos en la tolva, y una hora más tarde llegamos a Villa El Salvador donde una multitud esperaba en el parque frente al municipio. La gente no cesaba de arribar y cubría ya las calles adyacentes. ¡María Elena Moyano, presente! Los cánticos no cesaban. En medio del tumulto Paul se encontró con Roger, que era dirigente salvadorino. ¿Una gaseosita? invitó el amigo. Nos alejamos un poco de la concentración en busca de alguna sombra y una carretilla, y Paul, le preguntó a boca de jarro ¿Y cómo fue todo? Espantoso, confesó Roger. Ayer Sendero convocó un paro armado, prohibiendo a los pobladores que salieran de sus casas. La reacción de María Elena no pudo ser más airada. Marchemos, les dijo a las mujeres de los comedores y del vaso de leche, y recorrieron todo el distrito. Nada de imposiciones, ni amedrentamientos, respeto a las organizaciones de mujeres, iba perifoneando delante del gentío. En el camino recibió amenazas. Te vamos a dar vuelta, maldita, por traidora. A ver atrévanse pues, contestó altiva ella. La revolución se hace con ideas, no con bombas. Hoy temprano María Elena asistía a los preparativos de una pollada pro-fondos de la federación de mujeres, y un comando de aniquilamiento la emboscó. Recibió como siete balazos a quemarropa, pero no contentos con ello los asesinos le pusieron una carga explosiva de quince kilos que detonó casi en el acto. De la valiente Moyano sólo quedaron esquirlas. La familia ha tenido que recoger los restos de las paredes y del suelo de la vivienda. Justo en ese momento apareció una muchedumbre cargando lentamente el ataúd por la avenida Revolución. A su paso la gente bajaba de los cerros y cruzaba arenales para unirse al cortejo.

Por un estrecho callejón humano y entre salvas, lágrimas y aplausos, ingresó el cajón a la capilla ardiente instalada en el hall de municipio. Era imposible acercarse. Llegaban políticos de todos los pelajes, desde Manuel Ulloa hasta un adusto Henry Pease. La gente lloraba y yo guardaba en secreto el suave recuerdo de María Elena. La había conocido recién, pocas semanas atrás, en circunstancias ajenas a la política. No sé cómo caí una noche en la fiesta de cumpleaños del alcalde de Villa, Michel Azcueta. Creo que unos amigos me llevaron. Era una casa prefabricada en medio de un descampado y me acuerdo que el toque de queda ya estaba por comenzar. Quédense nos pidió el dueño de casa ante el temor de que se le desarmara el jolgorio. Aceptamos y en el momento en que entraba a la cocina a buscar un vaso una chica espigada y morena se me quedó mirando y luego me preguntó: ¿Qué tomas? Ron. ¿Y tú? Lo mismo, y me quedé conversando toda la madrugada con ella, de pie y en una suerte de barra. En aquella cocina me contó toda su vida sin que ningún borracho osara interrumpirnos. Sus hijos, el marido que ya no era su marido, sus fallidos estudios, y el grupo parroquial que le dio cobijo. También me puso al tanto de su entrada en la política y sua militancia, de su hermana celosa y su cuñado machista que la odiaba por fuerte y decidida. Las horas pasaron raudamente y un halo de luz diurna nos devolvió a la realidad. Michel ya está cansado y los invitados se están despidiendo. ¿Y tienes teléfono? me preguntó, casi en la puerta de calle. No uso, le respondí. Dejemos que la casualidad nos convoque. Ella rio y me hizo adiós. Nunca más nos vimos, y ahora el azar se presenta cuando ya estás muerta, en ese ataúd que todos rodean como postrer homenaje. Días después Paul me contó que tenía información confidencial. ¿Sabes quién le hizo el reglaje a María Elena? ¿Su cuñado terruco? Sí ¿y cómo sabes? Mis fuentes secretas. ¿Y a ti quién te lo dijo? Se dice el milagro, pero no el santo, dijo Paul.

Dos cafés y dos empanadas, por favor, pidió Paul en el Malatesta mientras revisaba el periódico. ¿Qué hicimos mal para que Fujimori tenga más de ochenta por ciento de aprobación tras el auto golpe? El pueblo ha validado a un dictador. Es culpa de la izquierda también, dejamos que nos hicieran pan con pescado. También es cierto que la caída del muro ha hecho girar el mundo a la derecha. La política es un péndulo. Bueno, no hemos venido aquí a hablar de política. Manos a la obra. Convoquemos gente, leamos, conversemos con algunos intelectuales, carteémonos con otros, revisemos la nueva bibliografía. investiguemos. Nuestros cerebros bullían de novedosos conceptos y nuestros dedos corrían sobre los teclados blancos e insonoros. Detrás de una revista tenía que haber una voluntad colectiva, decía Gramsci, y el buzón del instituto se llenaba de cartas y artículos. Finalmente vino la presentación y el pánico a las sillas vacías se esfumó bastante pronto. El salón de actos estaba atiborrado. Las luces se apagaron y de repente varios clowns descendieron de los techos, se pasearon entre el público, con carteles y morisquetas, y declararon la muerte de los paradigmas: ¿Qué es la cultura? ¿Un verso? Voces transmitidas por incesantes briznas, ¿Y es Lima el lugar ideal para morir, como dice Eielson?  ¿La ciudad colonial perfecta? No, sencillamente es la fecha en prosa de un poema de César Moro, extraído de La tortuga ecuestre, que Sebastián Salazar recogió para su libelo contra el mito de la arcadia virreinal: Lima, la Horrible.

¿Conoces algún herrero, Rodrigo? me preguntó Rocío. Acaban de robarme los faros de la camioneta aquí en la puerta. Sí conozco a un maestro de la soldadura que se llama Patricio, que es el que le hacía las esculturas de fierro a Delfín. Es un capo, pero solo se le encuentra de noche en su casa de Surco Viejo. ¿Hazme el favor, te lo agradecería? A las nueve de la noche llegamos al fondo de un pasaje, muy cerca de la plaza y le tocamos la puerta. Salió afable y conversador como siempre y llegaron pronto a un acuerdo. Patricio se estaba despidiendo, cuando el suelo tembló como si fuera un terremoto. No, es una bomba, dijo el curtido herrero. Inmediatamente sobrevino un apagón. Rocío asustada corrió al coche y me conminó a subir. Se sintió cerca, Antes de dejarte en tu casa, déjame pasar primero por la mía, para ver cómo están todos. La penumbra era completa más allá de los faros de los carros reflejados en los vidrios de las casas. Hay que saber dónde es, dijo Rocío, para no meternos a la boca del lobo. De pronto se encendieron los postes. Llegamos a su casa y Paul salió por el balcón. Ha sido en Miraflores, alertó, suban que la tele está trasmitiendo en directo. Los daños son inmensos, hay muchos muertos. Las escenas eran tremendas, los bomberos trataban de abrirse paso entre los escombros, un hombre gritaba desesperadamente: ¡Carlos, Carlos! Ni en mis peores pesadillas, exclamó Rocío.

Me fui a mi casa con el alma en vilo y seguí viendo el noticiero. Durante toda la noche no pude cerrar un ojo. Al día siguiente se impuso un nuevo toque de queda que comenzaba a las seis de la tarde y al poco tiempo capturaron a la cúpula senderista. La televisión trasmitió hasta el hartazgo la escena de un líder gordo y barrigón que abdicaba de su dignidad en una charla de café con su captor. Su derrota era irremediable. Y de ella se aprovechó Fujimori imponer una nueva constitución y una larga dictadura, con el país arrodillado y a sus pies.

cuatro 

Tengo que confesarte algo, Rodrigo: le han cerrado el caño a la revista. Las bacterias han saboteado todos los proyectos que tenía contigo aduciendo que las publicaciones son prescindibles. ¿Quién, la espiroqueta de María Antonieta? Sí, ella misma y todo su grupo, afirmó Paul. A mí ya ni me saluda y eso que jamás he sido miembro del instituto, dije con resentimiento. Solo por ser tu amigo. A mí me odia, dijo Paul y creo que comienza a ser recíproco. Tú sabes que no soy chismoso, Rodrigo, pero cuando llegó a la institución de la mano de Fernando, dirigente de la margen izquierda, no mataba ni una mosca. Luego dejó botado al marido y se metió con el mejor amigo de este, Belisario, que también trabajaba con nosotros. Ello enrareció el ambiente de trabajo, y nos preocupó mucho. Lo que no sabíamos es que estaba decidida a apropiarse de la institución. Con Belisario armó su camarilla de incondicionales, que son los que nos miran de medio lado y boicotean toda directiva mía. Es una trepadora titulada en Rotterdam, y con vista al mar de Norte, comenté con sorna.

Durante una larga temporada estuve ocupado en recursearme los frejoles. Hice de todo, corregí textos, edité aburridísimos libros ajenos, inventé proyectos para instituciones inexistentes, y hasta pinté tarjetas de navidad que me encargo Rocío, para repartirlas entre los filántropos europeos de su institución. Me encantaría que te inspiraras en El principito de Saint-Exupéry que tiene un aire a Paul, dijo en son de broma. Buena onda Rocío, sabía de mis estrecheces económicas. Lo cierto es que le seguí la cuerda e hice como cuarenta acuarelas y en el camino se le acabaron. Un día antes de nochebuena me llamó y me dijo que necesitaba más para repartir en la misa navideña del cura Gutiérrez. Ni modo.

Como sabía que era incapaz de levantarme temprano un 25 de diciembre se las dejé de madrugada debajo de la puerta en sus respectivos sobres. Me los imagino perfectamente yendo a la iglesia de Jesús Obrero en Surquillo. Paul lleno de legañas siendo llevado a rastras por Rocío. Luego escuchando el sermón largo y sofisticado del padre de la teología de la liberación sobre el significado del nacimiento de Jesús entre los pobres. Bah, la misma exégesis circular del evangelio.

¿Y tú eres cristiano? le pregunté un día. A veces, dijo Paul con humor. Pero siento que es un discurso cerrado y excluyente que deja pocas puertas a la imaginación. Francamente, yo prefiero la mitología griega, es de libre interpretación, comenté. Exacto, aceptó Paul. Quizás el problema del cura Gutiérrez es que pretende ajustar el ideario de los pobres, a la camisa de fuerza del canon bíblico, que es un terrible sancochado de ideas tribales. Algo así como meter un pato en una botella. Paul estiró la sonrisa. Qué bonita metáfora, comentó. No es mía, es un viejo koan zen, algo así como una “paradoja absurda” si cabe la redundancia.   

cinco

Hacía meses que no nos veíamos cuando una noche una sombra ocupó al asiento de al lado de la combi. Volteé, era Paul Maquet, y él también me reconoció en el mismo instante. No nos quedó más que soltar la carcajada cuando nos descubrimos el uno al lado del otro. Otra vez la sincronicidad, el impetuoso azar que nos acercaba, los acontecimientos que se unían bajo el paraguas de la casualidad, que no era tal, según Karl Jung. Bajamos en la esquina, dijo Paul pagando ambos pasajes al chofer. Vamos a tomarnos un trago si el destino ha querido reunirnos, te invito.

¿Estás resentido conmigo? preguntó Paul ni bien el mozo nos trajo los primeros wiskis en el sucucho de la calle Berlín. Obvio, creo que no defendiste lo suficiente nuestra revista ante las bacterias de la institución. Paul bajó la mirada. Es verdad, pero a veces hay que retroceder un paso para avanzar dos. Nada, ese es un lugar común de un estratega barato. Paul se echó a reír. Podemos tener otros proyectos, ya que no principios, como decía Groucho Marx. Acepto, dije bromeando: ¿Qué te parece si escribimos un libro juntos? dije como disparando al viento. A Paul se le iluminaron los ojos de repente. Así matamos varias palomas de un tiro, agregué. Paul me miró extrañado con sus ojos transparentes que dejaban intuir un jardín de ideas. Pero si no tengo título, nunca terminé mi carrera. ¿Y eso qué importa? Un libro es más que una tesis, dije con presunción. Ya, dijo entusiasmado, hagámoslo. Yo me encargo de conseguir la plata para la impresión y las labores de oficina. ¿Y el tema? Leamos primero para alimentar la reflexión. Me interesa la historia, dijo Paul en el fragor del cuarto wiski aguado. Salud…

Tengo que serte sincero, Rodrigo. El libro me produce ansiedad, no me siento capaz de mantener la disciplina y la lucidez a lo largo de muchos meses y hasta años. Yo también siento una gran inseguridad frente a la calidad del libro y las críticas que generará. Es natural, escribir es un poco exhibirse. Hay cierto pudor que debes vencer, dije como justificación, mientras Paul acariciaba a una gata atigrada que había estado merodeando por los techos. Logré hacerla bajar con carnecitas y pocillos de leche, explicó con ternura. Nunca había tenido una mascota, y en pocos días se ha vuelto mi amiga.

Al principio cada quien trabajaba en su casa, y nos reuníamos una vez a la semana para comentar nuestras lecturas y fichas. Mira este libro que me he conseguido. La ciudad antigua de Fustel de Coulanges. Muy famoso pero es  más un manifiesto ideológico que un ensayo, concluimos. No fuimos de la misma opinión con La Historia de las ciudades en la edad media del historiador belga Henri Pirenne, una suerte de precursor de la Escuela Francesa. Y de dónde has sacado esta antigualla. Era de la biblioteca de mi padre, y estaba rodando por casa de mi madre sin que nadie le picara el diente. Pero fue La ciudad en la Historia de Lewis Mumford el libro que realmente nos maravilló, aunque nos costó conseguir el ejemplar. De nada sirven los clásicos si no se les mira bajo el prisma de la escena peruana, advirtió Paul, cogiendo la primera edición de La multitud, la ciudad y el campo de Basadre.

Se había mirado la historia desde la dinámica del poder central, y estaba retaceado el peso de lo local en la dinámica de las sociedades. En algún momento en la Grecia clásica, ciudad y estado era la misma entidad, y en Roma se comenzaron a separar los caminos con el nacimiento del imperio. Pienso en todas esas cosas y recuerdo la fascinación de Paul por las cuarenta comunidades utópicas que se desarrollaron en Estados Unidos en el siglo XIX, siguiendo las líneas marcadas por Owen y los falansterios de Fourier. Nos interesa detectar el pulso de la aldea, la ciudad y la periferia en el curso general de los acontecimientos, las huellas locales. Sí. Las huellas locales, ese es el título del libro, dijo Paul exaltado.

Con el ejemplar recién salido de la imprenta nos sentamos en un café a contemplarlo. ¿Oye, pero te han cambiado el nombre dije al ver con detenimiento la carátula? Paul puso la cara más inocente de su repertorio. ¿O sea que ahora eres Paul Maquet-Makedonski? dije echándome a reír. Sí, respondió, y no es huachafería limeña. Estoy buscando mis raíces. Chateando con mi hermano parisién hemos descubierto que nuestro padre era de Macedonia, y cuando llegó a Francia huyendo del ascenso del fascismo se cambió el apellido a Maquet. Pero tuvo tan mala suerte que Hitler ocupó París y se tuvo que unir a la resistencia. Liberada Francia marchó al África. Primero estuvo en Argelia y luego se dedicó a hacer negocios entre Senegal, Costa de Marfil y el Congo. Y algo salió mal porque dejó a una familia allá y se tomó el primer barco que partía hacia cualquier parte. Así terminó conociendo a mi madre un día que paseaba por La Punta recién arribado al Callao, e hizo con ella una segunda vida…    

La única cosa fea de escribir un libro es la presentación. Estábamos nerviosos como si de nuestra graduación se tratara, tanto que Paul me dijo que no quería hablar, y yo no atinaba a hilvanar dos ideas. La gente seguía llegando al auditorio del municipio miraflorino, y los presentadores ya estaban sentados en la mesa. Y yo seguía en blanco. Debo advertirles que sufro de pánico escénico desde la vez en el colegio que me hicieron declamar en público y me olvidé del horrible poema de Amado Nervo.

La voz me temblaba, transpiraba, el cerebro no arrancaba, así que tomé una audaz determinación. Me fui al baño y aspiré tres pitadas de un humo inconfesable, y denso. Huele a mariguana dijo un guachimán en el hall del municipio y me hice el desentendido. Volví aplomado al escenario. Que hablen primero los presentadores, yo sigo, y tú cierras, le dije a Paul. Él aceptó a regañadientes. Mi exposición duró como cuarenta minutos, y sin ayuda de papeles fui cosiendo ideas con bastante coherencia. Paul se soltó al verme tan campante, lanzó algunas hipótesis sobre la desterritorialización de lo local, y se encargó de agradecer. Cuando todos se levantaron de la mesa para tomar un vino, de pronto me sobrevino un vahído y caí como un saco de papas debajo de la mesa de los presentadores. Durante algunos segundos, quise borrarme, aunque logré incorporarme con rapidez. Habíamos pasado la prueba de fuego. ¿Te ha ocurrido algo? preguntó Paul desconcertado. El summa cum laude me provocó un desmayo, dije muerto de risa.

cinco

Por entonces me mudé de casa y estábamos ahora a ocho cuadras, así que nuestra vecindad se resintió. También debo decir que conseguí una nueva chamba de editor de una revista y me visitó un nuevo amor. Por lo tanto, nuestros encuentros se espaciaron y nuestros hijos dejaron de verse, pero un día camino a mi antigua casa, la frágil figura de Paul salió por el balcón justo cuando yo pasaba delante de su vereda. Oh sorpresa, sube, me dijo, tomémonos un café. ¿Y qué estás haciendo en esta temporada? me preguntó alrededor de la mesa redonda de mercado. Renuncié a mi chamba y me fui al desierto, me sinceré. El primero de enero decidí, comprándome una pluma y un cuaderno de dibujo, que me voy a dedicar a escribir y a pintar por el resto de mis días, a la mierda. Paul me miró con sospecha creyendo que lo estaba embromando.

Qué loco eres, pero adelante. Por allí está tu camino, me dijo con una complicidad, que era una mezcla de afecto y prudencia. ¿O conchudo? añadí. Y luego le susurré: estoy escribiendo una novela. Paul sacó la botella de cognac Napoleón, que tenía escondida para las grandes ocasiones, y sirvió en dos anchas copas. Salud. Hay otro motivo para brindar, dijo Paul con modestia. Viajaré por primera vez en mi vida a Francia. Me han invitado a conferenciar en París, sobre las ciudades de los países pobres en el próximo milenio. ¿Y has preparado algo? Sí, pero tuve que escribir la ponencia en castellano, porque hace siglos que no practico mi francés… Felicidades. ¿Sabes? lo que más alegra es que voy a ver a mi hermano después de 25 años. Me alojaré en su casa y conoceré a mis dos sobrinos Makedonski, apellido que dicho sea de paso significa oriundo de Macedonia. ¿Y qué idioma se habla allá? Un dialecto parecido al búlgaro. ¿O sea que no eras franchute sino eslavo?

¿Y de qué vives? me preguntó a la hora de la despedida. Del aire incoloro del azar, dije con sorna y la mirada baja. Paul se palpó los bolsillos y se descolgó con cien soles. Que ni se entere Rocío que te he dado los últimos mohicanos. Gracias Paul, cuántas veces me salvaste del enano dentado de la inanición.

seis

Iba yo caminando por los portales de la plaza del Cuzco cuando vi a lo lejos un saco gris que flotaba con el viento y unos pasos cortos y ligeros que me parecieron conocidos. Paul, Paul, grité en medio del lluvioso atardecer sin muchas esperanzas de que mi amigo me escuchara porque era medio sordo. Paul, Paul, volví a gritar e inesperadamente giró la cabeza y me reconoció a la distancia alzando una mano. No tardamos mucho en llegar a la esquina de Procuradores y abrazarnos en medio de la calle. ¿Y tú qué haces aquí? Después me explicó que había tenido la extraña sensación de que alguien lo miraba y por eso volteó. Sí, era yo. Qué bueno encontrarte en el Cuzco.

He venido a una reunión en el Bartolomé de las Casas, pero ya mañana temprano me voy en avión. Yo recién he llegado en bus y me quedaré el tiempo que pueda. Paul tiritaba y escondía los puños en las mangas mientras nos alejábamos de la plaza. Vamos a tomar algo para calentarnos, pero no sé dónde, dijo. Al Irish Pub propuse muy suelto de huesos solo porque vi un cartelito luminoso a pocos pasos de la iglesia del Triunfo. ¿Aquí? Claro. Tras subir unas extensas escaleras nos encontramos con una taberna irlandesa, enchapada con maderas de demolición, y una estética bien setentera. No sé, me alucino que ahorita entran unos guerrilleros urbanos del IRA, dije en son de joda antes de optar por sentarnos en la barra. ¿Y qué pedimos? ¿scotch? No, eso sería como un atentado contra el local. El barman que era un gringo desgreñado nos recomendó un “whiskey Jameson”. Miré alrededor y había cuatro gatos pelirrojos y un chico de la calle vendía chicles y cigarrillos sueltos. Al cabo el bartender nos acercó los vasos servidos con generosidad, el agua mineral y el hielo. Estaba bueno, pero era un verdadero petardo. ¿Y qué has hecho en todo este tiempo? Viajar, viajar y viajar, dijo Paul con expresión de cansancio. Quién iba a pensar que algún día estaría pisando Nairobi, Nueva York, Sao Paulo o Estambul, pero es agotador y odio los aviones. Me dan pánico y tengo que pepearme y chupar. Comparto tu aerofobia o como se diga, repliqué. Imagínate lo que me pasó el otro día, interrumpió Paul. Tomé un vuelo a París en el Jorge Chávez y me pasé de clonazepán y de vino, y de repente desperté en Frankfurt. Me arranqué a reír. Esas cosas sólo te pasan a ti. Una desgracia, me rebusqué los bolsillos y tenía cincuenta dólares, que fueron cuarenta al convertirlos en euros. Ni para un hotel. Encima no sé nada de alemán, eran las nueve de la noche de un lunes y las calles estaban desoladas. Finalmente, a medianoche conseguí un hospicio de homeless, todo muy germánico, limpio y ordenado. Dormí como un rey, perdón, como un homeless del primer mundo, lo cual no deja de ser una lección porque ahora puedo hablar de los sin techo, con conocimiento de causa. A la mañana salí bien bañadito y me dirigí al consulado con mi pasaporte francés, y allí pude arreglar todo. Felizmente, porque yo no quería que Rocío se enterara de mi torpeza. ¿Y cómo es tener 20 años de casado? pregunté con curiosidad, yo sólo llegué al séptimo. Paul se puso pensativo y luego sonrió. El amor se transforma con los años. Se va fraguando una complicidad espiritual basada en un inmenso cariño y en la imposibilidad estructural de pensar la vida sin ella.

¿Y qué fue de tus líos internos en el instituto? Fernando se fue al extranjero porque le hicieron la vida imposible y María Luisa tomó el control del comité directivo. Durante un tiempo estuvo tratando de estirar la cuerda hasta que se rompiera, para quedarse después con los despojos. Pero no lo ha conseguido. Hemos utilizado el método de las tenazas, ganándonos a algunos de sus adeptos y por otro lado Rocío con nuestro abogado ya inscribió un nuevo directorio que los ha dejado afuera, literalmente en la calle, pero todo ha significado un sinfín de papeleos y dolores de cabeza.

¿Y tú en que andas, Rodrigo? Terminé mi novela y ya conseguí editor, pero pasarán lunas para que la vea impresa porque tiene que hacer cola. Salud, dijo Paul elevando el whiskey irlandés hacia el cielo. ¿Qué hora es, pregunté en un arrebato de sobriedad? Paul sacó su celular del saco. La tres y cuarenta de la mañana. Ya me voy de fresa nomás al aeropuerto porque mi vuelo sale a las seis. Mejor viajar movido…

En ese momento me di cuenta de que el borracho era yo y me fui al baño a mojarme la cara. Estaba ya viendo doble y cuando volví a la barra, me encontré a Paul hablando en ingles con una pareja de irlandeses. ¿Y desde cuándo sabes inglés, tú? He tenido que aprender para contestar cartas, asistir a eventos, chatear con representantes de un montón de organizaciones que trabajan en los cinco continentes, y el francés no basta. En verdad todos estamos haciendo una prospectiva de la pobreza urbana en los países periféricos. El modelo imperante está destrozando las ciudades, el mercado las está haciendo colapsar. Por este camino no podemos seguir, algún día va a venir una peste y nos va a desaparecer del planeta… Y no estoy siendo catastrofista. Paul se aceleró: The last poison, please.

Oye, parece que trabajaras en una sociedad secreta y post-apocalíptica. Casi, respondió Paul. Pero es una falsa impresión. Ya sé que me vas a hablar de ese cuento de Ribeyro llamado La insignia, que trata de un hombre que trabaja para una organización fantasmal, y va ascendiendo en el escalafón y no sabe ni cómo llegó allí, ni de qué se ocupa su organización. Algo de eso hay, dijo Paul con humor. Fuera de bromas, soy miembro de una Coalición Mundial por el Hábitat y asesor de la Alianza Internacional de Habitantes. ¿Y qué hacen? Transformamos las ideas de cambio en políticas de estado globales, si no estamos fritos, hermano. Las poderosas reinas nos comerán el cerebro y seremos unos insectos sin destino como si las hormigas se hubieran vuelto locas. Paul elevó la mirada hacia el infinito y añadió: Sin horizonte estamos perdidos, no sabemos dónde vamos, mientras el hormiguero humano se está convirtiendo en el desenfrenado reino de la codicia. Me convenciste, hermano. 

¿Y te pagan? No, con las justas recibo un chequecito para hotel y comida, que yo malverso en libros, algún regalito para Rocío y un cognac Martell de 20 euros que me recuerda a mi padre. Oye, me olvidé de comentar que nuestros hijos han entrado a la misma universidad y a la misma carrera. Sí, es verdad, salud por ello. En ese momento nos dimos cuenta de que el local ya estaba vacío. Vámonos, dijo Paul, y paguemos la cuenta. Salimos a la calle y hacía un frio de los mil diablos serranos. Con las primeras luces Paul se tomó un taxi en la plaza y me hizo un largo adiós.

siete

Un día pasé por el nuevo local del instituto que estaba en Coronel Zegarra y le pregunté a Betty si estaba Paul. Sube nomás, él siempre se alegra cuando vienes a buscarlo, dijo risueña la secretaria. Qué milagro, hoy se han levantado los dioses temprano para que te dignes visitarme, dijo Paul apenas me vio trasponer la puerta de su oficina. Tomémonos un café, señaló con el gesto de levantar una taza imaginaria. En el camino al Malatesta lo vi como aturdido. Nos sentamos y pidió un pastel de acelgas y un café. Lo mismo, le dije al mozo. Luego abrió su maletín y extrajo el periódico. Mira, me dijo. En primera plana. María Antonieta es la nueva ministra de la presidencia de Fujimori. ¿Qué? Yo tampoco lo podía creer. ¿La espiroqueta que nos hizo la vida imposible es ministra del dictador? Sólo siento indignación, y un poco de pena por el deterioro moral al que llegó, sentenció Paul. A lo lejos se apareció Rocío tratando de estacionar torpemente su camionetita. Betty me dijo que estaban acá. ¿Te has enterado Rodrigo de la última de María Antonieta? Tengo que reconocer que Paul tenía razón, aclaró Rocío. Es terrible cuando una institución termina corroída por la disidencia de los menos capaces y éticos, sancionó.

Como al mes me lo encontré a Paul en la bodega cerca de su casa. Lo vi meditabundo. ¿Qué te pasa, Paul? Un largo silencio siguió nuestros pasos por el parque. Mi madre está con cáncer y se va a morir, y lo peor es que ella no quiere aceptarlo y solo llora y llora, noche y día, me contó con la voz entrecortada. Es terrible verla sufrir, me hace trizas el corazón, añadió. ¿Y qué dicen los médicos? Que no llegará a navidad. Subimos a su casa y me senté en la legendaria mesa del comedor mientras Paul daba vueltas y buscaba algo. ¡Rocío! ¿Sabes dónde he escondido el cognac que traje del último viaje? Ni idea, aquí el único dipsómano eres tú, replicó. Paul se rio de la ocurrencia de su mujer. 

Es un Courvoisier de quince euros, no será lo máximo, pero tampoco es malo, dijo acercando las copas mientras Rocío salía a comprar algo para el lonche. Falta música, dijo Paul y prendió la casetera. ¿A ver invítame esa cosa que tú fumas? Quiero saber cómo es, porque cuando probé de muchacho en el Franco Peruano no sentí nada. Extraje el pitillo de una cajita de lata que llevaba en el bolsillo y se lo ofrendé. Aquí no, en el balcón para que Rocío no se dé cuenta. Aspira, llénate los pulmones de humo y luego, bótalo despacio. Paul siguió mis instrucciones al pie de la letra. No siento nada. Espera. ¿Y ahora? La música, exclamó. A mi suegro le encantaba esta pieza, es Beethoven. Corrieron algunos segundos que se alargaron como una cinta elástica y abandonamos el balcón. Escucha, dijo en voz baja, y dirigió su único oído útil hacia los parlantes. La vida es como el triple concierto: El mundo, la voluntad, y el azar. El piano, el violín y el cello. La matriz, la apoteosis y la caída. Sin duda lo primero que hizo dios fue la música, exclamó Paul en el ápice de su delirio. Luego se puso más metafísico: No creo en un Dios personificado, tipo Jesús, pero creo en la sabiduría creadora del cosmos, y en la necesidad humana del ser supremo. Yo soy más ateo, repliqué. Como dice Nietzsche el universo da vueltas nomás en un eterno retorno donde caos y orden se suceden alternadamente. Nadie creó esto. Allí está per se y siempre giró, se expandió y se contrajo, explotó y luego fue apagándose hasta concentrarse tanto que deflagró nuevamente, y así hasta el infinito. Paul se quedó pensando…

Qué buena está, pásame otra pitada. No allí nomás, se te vaya a cruzar con el cognac. ¿Y qué hay después de esta vaina, qué será de nosotros? dijo Paul sensibilizado por la enfermedad de su madre. Me resisto a la nada, insistió. Algo de eterna tiene el alma como dijeron los platónicos, pero es una inmortalidad relativa y está basada en la memoria. Los libros la alargarán un poco, pero ni tanto, dije como para aguar la fiesta. Pasado un tiempo ya a nadie importaremos. Pienso ahora en el caso de Platón que es excepcional. Todavía se le lee y tiene vigencia tras 25 siglos. Un culo. Pero dos mil quinientos años no son nada en la historia del hombre. Me conformo con que todavía me lean el próximo año, dijo Paul con una tierna mordacidad. Los libros, ida la vida, son como pequeñas luciérnagas. Es cierto, alumbran la noche oscura de la ignorancia y reflejan tus ojos, pero luego se apagan para siempre.

La gata atigrada recorrió todo el ancho de la sala con suavidad.

Rocío llegó de la calle apurada y se metió a su dormitorio. Flaco, ayúdame a sacar el televisor a la sala, pidió. Dicen que Fujimori va a hablar. Pero qué más evidencia que los videos nauseabundos que presentaron hace dos días. ¿Romperá con Vladimiro Montesinos? No, qué va. Entre ellos se conocen muchos secretos y mutuamente se protegen.

Ya está Fujimori en televisión, dice Rocío, y en todos los canales. En síntesis, acortó su mandato y llamó a elecciones anticipadas. Salud, dijo Paul con la copa globular en lo alto de la mano. Hemos derrotado al dictador pero habrá que temer aletazos durante un buen rato, añadió. Me alegro, pero no sé si por mi aversión a Fujimori, o por la rabia hacia María Antonieta, dijo Rocío con un tono sarcástico. ¿Tú, corazón, haciendo apología de la venganza? Para el culpable la justicia siempre tiene una cara amarga que es como una lección, respondió ella. Por primera vez veo que no eres tan piadosa como pareces, dijo Paul conteniendo la sonrisa. El flaco tiene sus trucos. A veces te hace pensar que está en desacuerdo contigo cuando está pensando justamente lo contrario, replicó Rocío aguda. Estaba jodiendo: es bueno que la aventura fujimorista de María Antonieta se estrelle contra la realidad, rectificó Paul. Y no es venganza.  Concuerdo…  

ocho

El destino hizo que volviéramos a vivir cerca. Paul y Rocío se mudaron a una cuadra y estábamos de nuevo a tiro de piedra. La casa de doña Maricucha fue vendida, ya está muy anciana, me contó Paul un día que bajaba del micro en el paradero de mi casa. Pásate esta noche por el nuevo departamentito y conversemos. ¿Y qué tal te ha ido? He vuelto a escribir, aunque los viajes continúan. Qué bueno. Yo también estoy haciendo otra novela. ¿Y de qué va? Sobre el cine, sendero y los otorongos. Vaya, difícil combinación. Está bonito tu nuevo saco, dije felicitando la jubilación del viejo de tweed. Saldos parisinos, dijo con humildad.

Fui a su flamante depa la noche de aquel viernes y me recibieron con un vino. No nos hemos visto para conversar como en dos años dijo Paul, Si desde la presentación de tu novela, acotó Rocío. Sí, los divisé en primera fila. La gata color penumbra se subió al brazo del sillón y movía la cola muy alegremente. No soy su amo, ella me escogió a mí, no ejerzo poder sobre la minina, aclaró Paul antes de servir más vino en nuestras copas. Salud y prosperidad con la nueva casa, brindé.  

He descubierto una cosa, dijo Paul reflexivo mientras Rocío servía un queso que le había traído su hermana del Cuzco. Yo no sabía que la generación literaria del cincuenta “inventó literalmente” la Lima que conocemos. Un hito fundamental son los cuentos de Ribeyro, ¿Y qué me dices de Reinoso con Los inocentes? Todo el mundo de la marginalidad, de los excluidos de la ciudad que son muchos, irrumpe[RNC1]  en la escena derribando los muros del estado oligárquico. Sí, la literatura tiene la virtud de reflejar lo real con una anticipación y fidelidad que solo parece conseguirse a través de la ficción. Es cierto 

Pero el gran ideólogo de todo ese movimiento de la generación del cincuenta es Sebastián Salazar Bondy con su tremendo ensayo Lima, la horrible. ¿Sabías que el título lo sacó de un poema de César Moro? Qué hombre para potente era, qué caudal de ideas guardabas bajo su holgado saco flaco. Suena bonita tu figura literaria, dijo Päul. Una lástima que se muriera tan pronto. Sí, tenía 40 años o poco más. Paul espero el fin de la velada y me entregó un sobre de manila. Revísalo en tu casa, me advirtió. Al despedirse me dio un abrazo: Te admiro mucho, Rodrigo, llegaste hasta donde querías. Yo a ti también, llegaste donde no soñabas. Es verdad, señalaste con modestia.

Llegué de la calle y en el sillón de mi sala lo abrí. Había dos ejemplares de Lima, hora 25. Me serví los restos de un wiski, y percibí el tacto aún caliente de la imprenta. Eran ensayos. Leí primero uno sobre la fragilidad histórica de la capital española del Perú y otro sobre los vínculos entre literatura y urbanismo. El libro remataba con un texto sobre la ciudad y la utopía. Cómo no pensar otra realidad, alterna a esta, cuando cualquier racionalidad sucumbe ante el espíritu mercurial de los gobiernos de turno. Al borde del amanecer y con mi vaso ebrio en la mano, pensé: Lo bacán de la amistad es que uno comienza a pensar en los desafíos del amigo como si fueran propios. Y sus victorias se hacen nuestras.

nueve

Estoy medio enfermo de nuevo, me comentó Paul en uno de nuestros frecuentes encuentros callejeros. Mañana me van a hacer una biopsia. Al mes lo vi preocupado en el supermercado del barrio. Hay células patológicas, me confesó. El análisis de antígeno en la sangre lo ha confirmado, me dijo cabizbajo. Intenté tranquilizarlo. Es el menos agresivo de todos, hay gente que se muere treinta años después de cualquier cosa. Bah, cuando tienes esta vaina te envuelve una depresión atroz porque te resistes a abandonar tus afectos, el resplandor de un amanecer, la belleza de un cuadro de Cézanne. ¿Y no te van a poner quimioterapia? Sí, la próxima semana comienzo. Son ocho sesiones en total, dicen. Pero ir al hospital es toda una odisea, te pelotean de un sitio a otro, escasean las medicinas y los análisis demoran una eternidad, y mientras tanto te vas consumiendo como un perro herido por sus miedos.

Semanas después me lo encontré en el malecón viendo el atardecer. Mi gata se ha muerto y busco un sitio para enterrarla, dijo desconsolado. Estaba muy pálido, de un blanco casi gris, un poco hinchado. Es la cortisona que retiene líquidos, adujo. ¿Terminaste la quimio? Sí, felizmente. Te sientes horrible cuando te la aplican, y el malestar aumenta a medida que pasan las horas. Tienes náuseas, mareos, dolores desconocidos, un malestar que se extiende hasta las uñas y los pelos, no te miento. Es como si te destruyeran el cuerpo con diminutas explosiones nucleares.

Yo era optimista. Ahora hay nuevos remedios, la quimio, cirugías menos invasivas, la expectativa de vida ha aumentado notablemente con tratamientos experimentales. Incluso puedes mandar tu sangre a Miami, y el laboratorio te informa si alguna célula ha roto el muro de contención del sistema inmune. Pero todas estas esperanzas se desvanecieron un domingo sombrío en que lo vi salir de su casa. Estaba en la cebichería del barrio, confundido entre el gentío y percibí una sombra conocida. Sí, era él aunque casi no lo reconozco. Paul caminaba a duras penas por la vereda acompañado de Rocío y de su hijo. Felizmente ellos no me vieron, no quise acercarme tampoco dado lo íntimo y penoso de la situación. La enfermedad avanza, ya era difícil que remita, pensé cuando el taxi en el cual que subieron desapareció. Creo que desde ese día comencé a prepararme para su ineludible partida.

Imagino la resignada tristeza de Paul en su habitación. Las luces se marchitan y el ocaso se precipita y entra por el patio. Un túnel oscuro comienza a cerrarse sobre sí mismo y no hay salida posible. La vida se me está acabando sin remedio, le dice él a ella. ¿Qué hay más allá? ¿O qué no hay más allá? Es inútil incluso pensarlo, pero tranquiliza saber que estamos en un eterno círculo mágico, donde la inteligencia de un ente inasible mueve todo con la destreza de una divinidad. O quizá somos también esa divinidad, en pequeñas y cómodas cuotas que necesitan ser canceladas, para renovar el ciclo inmortal del universo. Rocío soltó la carcajada. ¿De qué ríes, amor? Qué bien lo has expresado, flaco. Hice bien en casarme contigo, dijo ella amorosa.  

A los meses lo vi bajando del micro con su maletín al hombro, y lo alcancé en la esquina de la comisaría. Paul sonrió y se le achinaron los ojos eslavos. Estaba más gordo, más canoso, y sus pasos ágiles y saltarines se habían vuelto más lentos y pesados, pero parecía bastante recuperado. ¿Cómo has estado, querido Paul? ¿Qué novedades? Allí andando, vengo del hospital y de la imprenta, y tengo dos noticias, ¿La buena? Cargo aquí en mi maletín la edición cero de mi nuevo libro. Míralo, dijo. Se llama Construyendo lugares de esperanza, y es fruto de una reflexión colectiva que yo volqué a la escritura. Qué interesante, me gustan esos experimentos. Apenas salga te envío un ejemplar. Ya, bacán. ¿Y la mala? Mañana empiezo una nueva quimio y me exaspera la idea de pasar por el mismo trance otra vez. Es una vaina. Pienso que a estas alturas es mejor creer que no creer en nada, Como que no te quieres ir de acá, y no queda otro recurso que recurrir a dios. Pero fúmate tu wirito, mi hermano. Te quita todos los síntomas radioactivos, te extirpa las ganas de vomitar hasta el alma y encima vuelas como los ángeles. Paul lanzó una risotada cómplice. Quiero, quiero ¿cómo hacemos?  

Llegué a mi casa y preparé tres cañoncitos. Discretamente tomé una revista y los introduje dentro, empaqueté todo en un sobre reusado, y al atardecer se lo dejé con el portero de su edificio. La vez siguiente que nos vimos me dijiste que mi regalo te había servido de mucho. En medio del vuelo te repetías: hay que vivir como si fuéramos inmortales. Hay que vivir como si fuéramos inmortales. La frase de Aristóteles es de una sabiduría inmensa, sobre todo cuando estás enfermo como yo. Te calma, te da luz, te hace recobrar las ganas de vivir ese día, lo cual es bastante. ¿Y dónde te lo fumaste? En la casa, pero lejos de la mirada censora de Rocío. Aproveché que se había ido al instituto. Tú sabes que para estas cosas ella es medio mojigata. 

Es un buen paciente me contó Rocío una vez que coincidimos en la bodega. Acepta los tratamientos con estoicismo, jamás se queja. Su terapia contra el dolor consiste en sentarse en su escritorio, prender la computadora y escribir. Rocío, tenemos que terminar este texto para el libro ese que pensamos hacer juntos: Utopía y esperanza. Es paradójico, explica ella, justo cuando se le está yendo la vida se empecina en visualizar un futuro del cual ya no disfrutará. Hay que mirar hacia adelante porque allí esta el territorio de la utopía reza como un mantra protector.

Pocas horas antes del último nueve de febrero llamé a Rocío para enviarle saludos a Paul. Cumplía 68 años. Trasmítele un abrazo a la distancia, le pedí. ¿Y cómo está? Allí, allí, respondió Rocío con una dulce serenidad. Me dice Paul desde la cama que muchas gracias, que te devuelve el abrazo, que lo disculpes, que no se siente bien como para ponerse al teléfono. Colgué y tuve la certeza de que estaba viviendo los últimos días sobre este planeta azul y fantasmagórico.

Una llamada matutina me despertó el último sábado de febrero. Era una de mis hijas. Papá, Paul se ha muerto. Me acabo de enterar por su hijo. No sabes la pena que tengo. ¿Tú estabas al tanto? Sí, hace tiempo me estaba preparando para este momento. Colgué. Cómo será el mundo sin Paul Maquet, me pregunté. Ring, timbró otra vez el celular. Era mi hija menor también conmovida. Qué tristeza, no sabía que estaba tan mal. Por qué no me dijiste nada antes. No sé, tengo una suerte de resistencia frente a las malas noticias. Enseguida me preparé un café y me dejé arrastrar por los recuerdos. Esa misma mañana soleada de sábado, que coincidía con el día en que lo conocí, tomé la determinación de escribir. Cómo será el mundo sin Paul Maquet, me volví a preguntar. Gris, sombrío, opaco, oscuro. Qué destino le esperan a las ciudades sin utopistas pobres, sin urbanistas descalzos como tú, sin tu activismo urbano. Qué será de nuestro planeta sin un visionario de las ciudades sostenibles, de las eco-urbes. ¿Acaso nos derrotarán los defensores de las megalópolis y sus mentiras? ¿Qué pasará si la inteligencia no ordena el espacio y configura el territorio? Putamadre, cómo se va a ir un dilecto soñador que seguía el camino de Ebenezer Howard y las ciudades jardín, y que no renunciaba al derecho a la belleza. No, Paul, no te puedes marchar.

Al día siguiente Rocío se comunicó inesperadamente conmigo. Hola Rodrigo ¿Sabes lo de Paul? Sí, claro, mis hijas me avisaron, pero yo intuía que desde hace tiempo que el desenlace estaba próximo. Él también, aunque en los últimos días había tenido una leve mejoría. Caminaba hasta el comedor con esfuerzo, pero en la mañana de ayer, me pidió la silla de ruedas. Estando en la sala sufrió un desvanecimiento, yo corrí a llamar a una enfermera, pero cuando vino ya no había nada que hacer. ¿Y tú cómo estás? No quería verlo sufrir tanto, no quería que la agonía se alargara demasiado, aunque al mismo tiempo temía el vacío de su ausencia. Después de cuarenta años juntos, uno lleva al otro estampado en la médula de los huesos.

A acopiar fortaleza nomás. Así es, eso es lo que me ha tocado vivir, y quizás mi fe ayude un poco. En verdad no soy afecta a la melancolía y huyo de la nostalgia. En los últimos tiempos Paul estaba muy preocupado por la pandemia, refiere Rocío haciendo un hiato en la conversación. Las urbes de hoy magnifican el contagio del virus. ¿Qué sociedad va a salir de acá? El covid ha retratado en toda su decadencia las anti-ciudades de hoy…

Vuelvo a mi café. Habitar en la literatura quizás sea la mejor forma de vivir. Paul va entrando a través de la memoria en el texto, se encarna en su personaje. Pienso en la obra sin él y me rebelo. Lo único que quiero es revivirte. Este será mi mejor cuento, no aquel del cura mata indios de Huarochirí, que felizmente se perdió entre sus papeles o los míos. Como alguna vez dijiste en tu casa, la literatura tiene la virtud de reflejar lo real con más fidelidad y permanencia, que la realidad misma, gracias a la ficción.

Tú nunca te irás, Paul. Eres de los amigos que no se van, que vivirán siempre en uno, en el recuerdo personal, pero eso no basta. Los días han pasado, y todas estas madrugadas he estado pensando mucho en ti y en este asunto. No, no te has ido Paul. Ahora te veo caminando apuradamente hacia un telón de neblina cuyo fondo parece ser un agujero negro. pero antes de traspasarlo echas una mirada para atrás y me sonríes. Con tus azules ojos que son verdes para Rocío. 

Algún día, dentro de muchos siglos y en galaxias y dimensiones muy distintas a la nuestra, luego de que el cosmos se haya abierto y cerrado muchas veces, nos volveremos a encontrar. Pero mientras tanto quedan tus libros y aquel cuento que era la historia de dos amigos que vivían en la misma calle y no se conocían. Uno pasaba todos los días por la puerta del otro, rumbo al paradero y siempre se preguntaba por aquel muchacho flaco de ojos azules, verdes para Rocío, que regaba los geranios y pensaba en la utopía.

 

 

 


 [RNC1]


Entradas populares de este blog

Polirritmo dinámico de la motocicleta.

La niña y la lámpara azul

LA CASA DE BILLINGHURST